Conocí a Vasili Stolyarov en una calle peatonal del centro de Madrid mientras interpretaba al violín una pieza de Tchaikovski que me dejó hipnotizado; víctima de un hechizo que me erizó el vello y me lanzó hacia emociones que solo Stendhal sabría describir.
Cuando hubo terminado, deposité unas monedas en la funda que, abierta como la boca de un caimán, recogía el estipendio diario. Me dio las gracias e inmediatamente después sacó una pequeña botella de vodka de una mochila y me ofreció un trago que rechacé con cortesía. Entonces comenzamos a hablar. Tal vez fui yo quien inició la charla con una pregunta tópica y protocolaria, algo como: ¿de dónde eres? No lo recuerdo; lo que sí recuerdo es que, además de decirme su nombre, quizá espoleado por el alcohol y la soledad, me relató su historia:
Había nacido en la triste y desconocida ciudad rusa de Kírov, en medio de ninguna parte. Su padre era funcionario de la administración local y su madre profesora. Una familia acomodada que le había procurado una buena educación y una sólida formación musical. A los ocho años tocaba el violín. Estudiaba solfeo. Componía pequeñas piezas para piano. Cantaba en un coro. A los dieciocho fue becado para estudiar en el Conservatorio de Moscú. Allí conoció a una alumna de la que se enamoró: Yelena. Una heladora noche de enero, Yelena no volvió a la residencia en la que ambos vivían. Pasaron los días. Con sus mañanas y sus noches y su nieve. Pasaron las semanas. Pasó el invierno y llegó la primavera. Y entonces la dieron por desaparecida. Poco después la policía requirió a Vasili para interrogarlo. Sospechaban de él. De su implicación en un hipotético crimen pasional. Vasili, que conocía los mecanismos internos de su país, decidió huir. Tenía dinero ahorrado y mucha determinación. Caminó. Corrió. Se coló en trenes de mercancías y finalmente cruzó la frontera letona. Y tras recorrer media Europa, terminó en España.
Cuando Vasili finalizó su historia le miré a los ojos y pensé que todo aquello era mentira; una fantasía alimentada por el alcohol. Pero también pensé que podía ser verdad. Entonces se me vino a la mente la idea de que Vasili había tenido algo que ver con la desaparición de Yelena. Por un instante tuve la certeza de que la había matado, que tenía frente a mí a un asesino. Y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Una vorágine emocional que me hizo estremecerme y huir. Más tarde reflexioné sobre el relato de Vasili; sobre y la influencia de la narrativa en nuestras vidas; tanto la de ficción como la periodística; sobre la tendencia actual de la no-ficción hacia el drama, hacia lo novelesco
Y usted, lector, ¿cree que esta historia es real?, ¿que Vasili y Yelena existen?, ¿que el músico se cruzó en mi camino y me relató su historia? ¿Y si le dijera que todo nace de mi inventiva? ¿Modificaría lo leído hasta ahora? Yo creo que no. Sin embargo, si al principio del texto le hubiera advertido de que estaba leyendo un texto de ficción, el efecto de la narración habría perdido fuerza, pues en el mundo de hoy, el de la información y las redes sociales, el de la muerte en directo y el terrorismo en Facebook Live, el lector se ha acostumbrado a la intensidad de la narrativa veraz, y la prefiere antes que la manipulación emocional de la narrativa verosímil.
Mario Crespo
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