En una época compleja para el progresismo en España, la izquierda se encuentra perdida en el laberinto. Una emergente y errónea dicotomía entre lo cultural y lo material alimenta fricciones y genera desafección. Antonio Gómez Villar (Coín, Málaga, 1985) se ha propuesto romper este marco de confrontación teórica y generar otros espacios más amables y constructivos. Un reseteo que huye de nostalgias y mira con optimismo al futuro; hablamos con el autor sobre esta intrincada controversia y profundizamos en la tesis de su ensayo.
¿Son los olvidados del siglo XXI un constructo ideológico reaccionario?
“Los olvidados” es el sujeto político de las nuevas extremas derechas. Se presenta una dicotomía entre “los olvidados”, “los perdedores de la globalización”, frente a la mal llamada “izquierda cultural”. O sea, lo progre como sobredeterminación, como superficie de inscripción de odios y resentimiento. Una reacción ante las nuevas demandas y reivindicaciones del feminismo, las luchas antiracistas o el movimiento LGTBIQ.
Habríamos de añadir que la apelación reaccionaria a “los olvidados” es también un intento de politizar las angustias existenciales de la crisis material y simbólica de las clases medias, otorgándoles un estatuto simbólico superior desde el punto de vista de género o racial. La clases medias no están atravesadas tanto por un miedo concreto a seguir perdiendo capacidad de consumo o bienestar material, cuanto una angustia existencial a perder el estatus social que hasta entonces detentaban.
El libro parece una apelación a “La trampa de la diversidad”, teoría defendida por Daniel Bernabé. Según tu tesis, centrar el debate en la contraposición entre las luchas culturales y las luchas materiales, debilita la emancipación de las personas más necesitadas.
La obra de Daniel Bernabé está atravesada por una hipótesis de partida: hay una fuerte imbricación entre las “luchas culturales” y el neoliberalismo. Esta perspectiva encierra dos supuestos: primero, siempre se refiere a los dispositivos de captura neoliberales, pero nunca atiende a qué puede querer decir “diversidad” antes de que tenga lugar el “crimen perfecto”, es decir, no hay anterioridad ontológica de las luchas antes de quedar atrapadas en las garras neoliberales. El único ámbito de análisis posible al que nos convoca es el de la captura. Por ello mismo, y en segundo lugar, introduce una violencia epistémica, niega que las “luchas culturales” constituyan un lugar válido de enunciación. No expresan potencia alguna, siempre aparecen como formas neutralizadas y despolitizadas.
La verdadera trampa reside en la operación argumental de Bernabé: ocultar las bases materiales, de dominación y explotación de lo que él llama “diversidad”. El resultado de todo ello es la construcción de una suerte de enemigo interior, la “diversidad” como chivo expiatorio de postulados reaccionarios.
Destacas en el libro que la frustración por no haber alcanzado el poder político tras las revoluciones que comenzaron en 2011 ha desembocado en el inmovilismo hacia lo material. ¿Estamos actualmente derrotados y con los brazos bajados?
Creo que estamos viviendo el cierre del ciclo político que se inició en 2011 con la ocupación de las plazas, repertorios de acción transnacionales; un ciclo que tuvo su continuación con la irrupción de nuevas organizaciones políticas en la esfera de la representación, incorporando nuevos lenguajes y nuevos gestos. Podemos decir que estamos viviendo un momento de frustración por los intentos y anhelos de cambio políticos no logrados. En este marco de fin de ciclo, de bajamar, de desertización, la esfera política plebeya está atravesada por una atmósfera enrarecida. Desde el lamento por la cancelación del futuro, se acusa a las izquierdas de haber abandonado las luchas materiales, la politización de lo social y abrazado las luchas culturales como síntoma inequívoco de derrota.
Esta falsa dicotomía ha permeado en muchos de nuestros espacios políticos y está introduciendo lógicas paralizantes. El libro es un modesto intento por tratar de desanudar esas dicotomías, romper las codificaciones fijas y abandonar una lógica que no hace más que afianzar bandos. Hemos de reconocer que muchas de las ideas que plantean quienes consideran que hemos desatendido “lo material” están atravesadas por cuestiones ambivalentes y heterogéneas. Me interesaba, pues, prestar atención a sus razones para, desde ellas, encontrar otros hilos con los que desandar esta impotente madeja en la que algunos nos quieren encerrar.
Un momento de la charla con Antonio Gómez Villar. FOTO: Alejandro López
Eres bastante crítico con la izquierda; “con cada derrota sufrida, hay un repliegue intelectual identitario en el interior de las izquierdas como síntoma de incapacidad de su propia renovación”. ¿Es posible salir del atolladero en el que estamos metidos en España? ¿Como se puede revertir la tendencia derrotista y cainita?
Por supuesto que sí. Me parece que lo primero que hemos de problematizar es la manera en que nos estamos relacionando con el pasado. He identificado tres formas que bloquean las posibilidades de trazar otros horizontes de futuro.
En primer lugar, asumir metáforas restauradoras que nos convocan a un pasado idealizado e hipostasiado. Si las extremas derechas han asumido la nostalgia como el tiempo político de la reacción (“volver a hacer América grande” de Trump, el “rejuvenecimiento de China” que propone el PCCh o la inspiración en la España Imperial de Vox), algunas izquierdas se han mimetizado con este gesto, una suerte de reflejo obrerista, construyendo una clase obrera pura que sólo existe en sus fantasías y una incapacidad para atender a las potencias del presente más allá de ataduras fetichistas.
La segunda forma tiene que ver con adentrarnos en el pesimismo existencial. Quien quizás mejor ha expresado esta tonalidad emotiva ha sido Ana Iris Simón en su novela Feria. El relato comienza con esta frase: “tengo envidia de la vida que tenían mis padres”. Hay quienes han visto en esta enunciación un retorno a aquella constatación quincemayista “somos la primera generación que va a vivir peor que sus padres”. Sin embargo, entre una y otra existe una diferencia importante. El grito del 15M se inscribía en un horizonte antagonista: es el 1% de este país, la casta, las élites, las que están depauperando nuestras condiciones de vida a través del austericidio y la corrupción. Ello dibujaba una gramática política y un horizonte de luchas. En cambio, en la enunciación de Feria no se intuye proyección utópica alguna; antes bien, nos convoca a un cierre interior nostálgico y retrotópico.
La tercera forma consiste en negar relación alguna con el pasado, finiquitar el trabajo de duelo y proyectarnos hacia un presente libre, sin lazos, siempre abierto a reciclarse y a la reinvención sin límites. Un imperativo de olvidar, sin referencias, vínculos ni historicidades. Esta mirada es la propia del individualismo neoliberal, inscrita en un orden del tiempo inherente a la racionalidad neoliberal.
Contraria a estas tres maneras de relacionarnos con el pasado que bloquean nuestra imaginación política, me parecía importante recuperar la concepción de historia de Walter Benjamin, mirar atrás para recuperar los horizontes inconclusos, los “todavía no”, las promesas incumplidas. O, dicho, con Mark Fisher, dejarnos asediar por los fantasmas del pasado. Quizás esta sea la mejor manera de neutralizar a los fantoches del presente.
¿La “posmodernidad”, o el concepto peyorativo en el que se ha convertido en parte de la izquierda más conservadora, es una falacia del hombre de paja?
Absolutamente. Son muchas las voces que consideran que la izquierda está encerrada en un “giro posmoderno”, una nueva ideología que ha despolitizado las desigualdades económicas, abandonado el horizonte revolucionario, claudicado ante las posibilidades de derrotar al capitalismo y eliminado cualquier objetivo realmente emancipador y transformador. En este sentido, “posmodernidad” se ha convertido en un arma arrojadiza, un concepto que es usado con fines impugnatorios. Han hecho del concepto “posmodernidad” un cajón desastre en el que se introducen ideas y autores como un conjunto homogéneo. Incluso se suele señalar como “posmodernos” a autores y autoras que nunca se han identificado con esa etiqueta.
“Exacerban lo anecdótico”; ¿se está intentando ridiculizar los planteamientos progresistas con la etiqueta de posmoderno? Dices que un repudio simplista y una mera condena de la posmodernidad carece de sentido.
Creo que sí. Desde un punto de vista analítico, sucede que muchas veces se toma como punto de partida hechos puntuales, o anecdóticos, y se les otorga el rango de categorías. Ello permite decir que la izquierda es esencialista, identitaria o particularista.
Es bien probable que “posmodernidad” no sea el concepto más acertado, incluso poco afortunado, y es cierto que confunde más que aclara, pero da cuenta de cambios estructurales profundos, designa fenómenos históricos que han configurado nuestras sociedades, delinea una condición histórica. Por eso creo que señalar una complicidad entre posmodernidad y lógica capitalista del mercado es simplista. Es preciso otro tipo de aproximación crítica que vaya más allá de la mera condena moral.
La universidad ha terminado encerrándose en un circuito privatizado, ajeno a cualquier compromiso con lo común, incapaz de intervenir en lo social. La “excelencia”, la “calidad”, la “competitividad”, son conceptos que han ido apoderándose de la esfera académica y que nos sitúan en un marco neoliberal. ¿Es esta una batalla perdida?
Diría que dibuja el campo de batalla política. La Universidad ha sido en este país uno de los grandes laboratorios para la reorganización del mando neoliberal desde los años 80, a través de la articulación entre precarización y neoliberalismo. La cuestión reside, entonces, en cómo pensar nuevas formas de sindicalismos, nuevas institucionalidades, atender a la función social del conocimiento, repensar qué significa la autonomía universitaria, cuál es su relación con el modelo productivo, etc. Considero que el traje categorial crítico del que disponíamos para pensar esta encrucijada se nos ha quedado estrecho.
¿Por qué crees que se está intentando desvincular las luchas culturales de lo material?
Quienes sostienen que las izquierdas han abandonado las luchas materiales y éstas han sido sustituidas por luchas culturales introducen una falsa dicotomía, un esencialismo fenomenológico (cada práctica política comporta un tipo de experiencia) que tiene como objetivo introducir una valoración normativa de la realidad: jerarquizar demandas y reivindicaciones.
Es un error creer que luchar por una subida salarial o por abaratar el recibo de la luz es una lucha material y que el racismo o el machismo son formas culturales, porque toda forma de dominación estructura la materia, deja huellas materiales en el cuerpo.
¿Hay fórmulas para unir en objetivos a esa izquierda “obrerista” y apegada a “lo material” con la que entiende que lo material, cultural e identitario está entrelazado?
No sé si existe algo así como una fórmula, pero sí creo que el primer paso consiste en intervenir en este momento de desorientación, frustración y bajamar que viven las izquierdas posibilitando otra atmósfera. Se corre el riesgo de introducir un antagonismo en el interior del campo político plebeyo, “lo material vs lo cultural”, que construye enemigos interiores y chivos expiatorios. Para encontrar un espacio de encuentro entre diferentes lo primero es salir y desanudar estas dicotomías paralizantes, romper las codificaciones fijas. Creo que el sentido común “obrerista” está compuesto de muchas cuestiones que son ambivalentes y heterogéneas. De lo que se trata, entonces, no es de consolidar bandos, sino de atender a las razones del otro, descomponerlas y encontrar hilos desde los que tejer otros argumentos.